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Historia de dos zapatos

Eran dos zapatos como todos los demás. Habían sido fabricados a la vez y se parecían. Uno era idéntico al otro si se ponía delante de un espejo. Caminaban juntos por la vida, por polvorientos caminos y otros mejor asfaltados. Les gustaba caminar aunque cuando lo hacían no tenían tiempo para hablarse. Solo cuando estaban uno al lado del otro mantenían con deleite conversaciones de todo tipo, de las cosas que habían pisado, de los calcetines que habían conocido, de aquellas veces en que su propietario no llevaba calcetines.

Los dos zapatos tenían los problemas de todos los zapatos. Sus suelas se desgastaban por el uso y aunque eran de buena calidad, el paso de los meses les había envejecido lo suficiente para empezar a sentir con fuerza las piedras del camino, la humedad de la lluvia al pasar por un charco y el calor del suelo los días en que el sol pegaba de pleno.

A los dos zapatos les afectaban las mismas cosas. Los chicles eran una de las inconveniencias que más detestaban, sí bien solían afectar a uno de ellos por vez, el otro siempre se compadecía en estos casos de la suerte del compañero, sabiendo que le podía haber tocado a él y que quizás muy pronto sufriría la pegajosa sensación de llevar esa porquería adherida todo el día. A veces el dueño se sentía tan molesto que les libraba en seguida de la goma de mascar. Otras veces no se daba cuenta y hasta que terminaba por caerse de aburrimiento, no respiraban aliviados.

Otro de los accidentes que temían, éste con pavor, eras las detestables cacas de perro que en raras ocasiones llegaban a contactar con sus suelas. Tenían un propietario avispado que las esquivaba muy bien pero a veces era inevitable verse contaminado por un traicionero mojón canino, del que no se podían deshacer más que al final del día o si Alá era generoso, en algún charco sempiterno que su propietario encontrase y utilizase con ayuda del bordillo de una acera.

Eran dos zapatos si, dos zapatos cualquiera y aquel día habían amanecido como de costumbre. Su dueño además se había duchado y decidido a usar un par de calcetines limpios, de esos de ejecutivo que tantas caricias les hacían por dentro y les llevaba a rozar el deleite. Los pies limpios y enfundados en esas maravillas, les hicieron sentirse bien por primera vez en mucho tiempo, quizás desde que salieron de la tienda del viejo zapatero. Allí habían estado a gusto una buena temporada desde que fueron fabricados porque olía a ellos, a cientos de ellos y además el viejo curaba las heridas de otros muchos y eso les enternecía.

Aquella mañana, los zapatos caminaban juntos con aires renovados, felices de estar juntos y contentos de ser útiles a los pies que les llenaban. Además ese día parecía especial, su dueño había cogido un taxi y ellos iban como reyes sobre la alfombrilla, frescos y descansados.
Cuando bajaron del coche, pensaron estar en la gloria. Había allí muchos zapatos en estado de buen uso, todos cumpliendo su función de llevar a sus propietarios allí donde se dirigieran, unos con cordones y otros de tipo mocasín, negros y marrones y había incluso, algunos del sexo opuesto pero no tuvieron tiempo de entablar conversación con ningún par. Deberían hacer más vida social, se dijeron.

Al entrar al lugar de reunión, se sentaron y quedaron uno al lado del otro y muy cerca, a ambos lados, había varios pares en igual estado de contento y excitación que ellos y sus dueños. Al parecer, corría el rumor que pronto, iban a entrar en escena un par de zapatos italianos. ¡En la misma sala! Tal honor estaba reservado a unos pocos, quizás hasta pudiesen hablar con ellos pero los zapatos italianos no solían rebajarse a la plebe.

De repente, su dueño hizo algo inaudito. Allí, en público, se descalzó de uno de ellos. “Que raro, si no apretamos, ¿le dolerán los pies?” Pero apenas les dio tiempo a formularse esta pregunta, el descalzado salió por los aires arrojado por su dueño en dirección a un señor bajito, feo y con cara de mono, que el zapato vio muy de cerca porque a punto estuvo de estrellarse contra ese rostro asombrado. Nunca había estado tan lejos de su compañero ni mucho menos tan lejos del suelo y … volando. Pero no estuvo solo mucho tiempo, enseguida, el otro pie estuvo descalzo y su amigo pasó rozando también la cara del bajito, cuyos reflejos hicieron que la trayectoria continuase. Ambos se estrellaron contra la pared con un ruido que les desagradó, detestaban las brusquedades.

El tumulto que siguió a los hechos es algo que nunca podrán olvidar. Los gritos, el sonido de pisadas urgentes de los otros zapatos, pisadas apresuradas y fuertes que se dirigían a todas partes y ninguna. Unas manos que no eran las de su dueño, les agarraron con fiereza, como garfios. Unos ojos escrutadores les observaron por todas partes, por dentro y por fuera, se sintieron más desnudos que nunca. Uno de aquellos energúmenos, les rompió los tacones en un acto de barbarie del que solo habían oído hablar en las noticias del viejo televisor que su dueño veía en ocasiones.

No eran viejos, era demasiado pronto para romperse algo. Aquellas roturas podrían ser el principio del fin en zapatos incluso más caros. Se temieron lo peor.

Afortunadamente, acabaron los dos juntos en una bolsa de plástico negra, y pese a que no podían respirar lo bien que quisieran y la bolsa olía a pescado, estaban juntos y a salvo de momento de más ajetreos, vuelos y arrebatos. Eran trasportados por alguien, lo notaban y al cabo, llegaron a una habitación donde les depositaron sin muchos miramientos, quedando patas arriba dentro de la bolsa.

Pasaron las horas muertas dentro de aquel envoltorio plástico recordando los buenos tiempos, rememorando el pasado que les confortaba y deseando no haber salido de casa aquel día. Y es que no hay nada como el hogar y el confort de un buen armario para calzado, en armonía con otros pares.

****************

Una semana después, una famosa web de subastas, ofrecía una magnífica instantánea de los dos zapatos ya reparados, limpios como para pasar revista y brillantes como el día que nacieron. Poco después, fueron adquiridos por un joven gordo con barba de siete días, despeinado y con aspecto de tener piojos o algo peor, que pagó con tarjeta de crédito el desorbitado precio de 3.500 dólares, cantidad a la que se llegó tras numerosas pujas. Los zapatos solo volvieron a ser utilizados una vez, cuando su nuevo dueño decidió ponérselos para impresionar a una muchacha exuberante y con poco cerebro de su bloque de edificios que apenas les dirigió una mirada, mientras preguntaba “¿Quién es Bush?”

Claudio

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